domingo, 24 de julio de 2011

Espacios.

Por estos días la ciudad empieza a cobrar un cariz un poco distinto al de siempre. La universidad se encuentra de vacaciones, al igual que el resto de las escuelas. Es más común encontrar a los muchachos en las calles y a las extranjeras tomando el sol en el lado descubierto de la banqueta.

En cierta forma, los tiempos usuales se diluyen. Ya no tengo que estar planeando mis clases ni tengo la presión por ubicar textos que puedan ayudar en esa misión casi imposible de ofrecer el lado vivo de una rama del conocimiento que está en conflicto expreso con el ansía de conocimiento instantáneo y sin costos que priva en el imaginario social de un pueblo tras casi treinta años de neoliberalismo.

Puedo sentarme en mi silla con una taza de café y observar cómo el techo de La Casa de los Muñecos tiene un efecto visual similar al oleaje muy propio del barroco. Puedo ir buscando casonas semiderruidas del fin del XIX o libros antiguos. Incluso los visitantes, en su premura por atrapar lo “esencial” de la ciudad me resultan interesantes. No hay tal, la ciudad no se entrega tan fácil.

En mi caso, hay una paradoja interesante. Si bien he vivido en Puebla desde siempre, nunca me he sentido poblano. Por otro lado, mis estancias en el DF no me resultaron tan demandantes en el sentido de que vivía en esa otra urbe intramuros que es C.U. En cambio, mi estancia en Aguascalientes si trastocó completamente mi manera de relacionarme con mi espacio. De mis tradicionales viajes desde la orilla del mar natal en Veracruz a la urbe inmensa, no quedo nada. Simplemente no tenía asideros mentales para una ciudad nueva, mediterránea, tan distinta a mis espacios formativos.

Muchas veces, al hablar del pasado colonial con mis alumnos quería echar mano del viejo edificio que conocí cuando niño, del viejo cristo macerado que veía todos los domingos. No estaban. Y pese a estar en un espacio católico, su catolicismo no era el mío. Todo parecido, pero diferente. Podía trasladarme a Zacatecas o a Guanajuato – ciudades donde tengo amigos e historias-. Y era lo mismo. De alguna manera parecía que necesitaba armar mi vida en tríadas – Veracruz, Puebla, México/ Guanajuato, Aguascalientes, Zacatecas- para poder más o menos entender el orden de los espacios, las diferencias culturales, sociales y étnicas de algo que, según todos, era un mismo país.

Creo que regrese con la vista limpia, renovada. Todavía no he podido apoderarme de otro espacio, el que representa el Sureste, ese corredor que empieza en Veracruz, sigue en Oaxaca y termina en Chiapas y que representa mi otra raíz. Sin embargo, estoy tranquilo, esperando la oportunidad.

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