De repente un frío ya casi invernal se ha posesionado de las calles. En lo particular, considero los meses de septiembre y octubre los más visualmente atractivos en el altiplano mexicano y las sierras costeras que lo circundan. La luz que ilumina ciudades como la de México, Guanajuato, Zacatecas o las playas del Golfo me resulta un deleite que luego olvido hasta que al siguiente año sus efectos vuelven a fascinarme.
Un amigo mio, profesor de origen náhuatl, platicaba por estos días de la apertura del Mictlán y las almas que venían a visitar a sus parientes en este mundo. Cada que platicábamos, igualmente, recordaba los caminos de pétalos en los caseríos de la sierra, la lluvia incesante en el panteón de Altotonga y Teziutlán, las veces que caminamos entre niebla y tumbas tratando de encontrar a la parentela en medio de las flores de cempásuchil y cresta de gallo, nube y tantas otras.
Este año es difícil que visite a mis muertos. No dudo que ellos me visitarán, pero en realidad, en medio de tanto fango y sangre, de tanta oportunidad para ceder al desaliento, no sé si disfrutaré estas fiestas. Seré claro: este año estamos un poco más muertos los de este lado, un poco más cínicos y sin esperanza.
Con todo, espero que a lo largo de la semana pueda volver a ver esos juegos de luz que luego olvido y sentir de nuevo cierta esperanza.
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