He estado recordando
mucho a Truman Capote. Música para
camaleones. El texto lo leí hace muchos años, precisamente en esa primera
juventud en que se tiene la libertad para leer más de lo que te indican. Ahora,
muchos años después, me descubro recostado en la cama recordando más que las
historias, la forma en que están contadas, una cierta transparencia y calidez
transmitida por el lenguaje y que pone a los personajes frente a uno,
gesticulando, cuchicheando, mirando.
Todo había comenzado
con “Ataúdes tallados a mano”. Esa era la recomendación de lectura, pero no la
respeté. Me fui relato tras relato enamorándome de esa narrativa. Si los ataúdes
estaban tallados a mano, estos relatos también. Lo gracioso es que, años
después, todavía me intrigue imaginarme reflejado en un espejo como el descrito
en la historia que da título al libro.
¿Dónde lo leí? En una
biblioteca pública. En Puebla varias de las bibliotecas están resguardadas por
edificios coloniales o del siglo pasado. Entre la ex Penitenciaría del Estado y
el ex Hospital de San Pedro, podía elegir dos diferentes experiencias de
lectura, una marcada por las miradas al patio de la exfortaleza, un juego de
hojas y niñas yendo a cursos de teatro o bien, la soledad de un anexo del museo
donde rara vez entraba alguien. Un atractivo de ambos espacios era la frescura
de la piedra que, aunada al silencio, permitía leer sin sentirse asfixiado.
De Truman Capote no he
leído mucho más. Algo de lo que escribió sobre él Luis Villoro me disuadió de
leer Desayuno en Tiffanys. Tuve
contacto con un texto que escribió a su regreso de un viaje a Moscú – el
primero tras el inicio de la guerra fría de artistas estadounidenses a la
superpotencia rival-, pero tuve escrúpulos y lo deje en la casa del amigo que
lo poseía.
Lo gracioso es cómo,
años después, tras leer notas de literatura norteamericana en inglés que ni
vienen al caso, vuelve el fantasma de esas letras y se me ofrecen como
tentación. No sé si valdría la pena poner música para las iguanas.
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