Son los primeros días de marzo. En Puebla se viven los preparativos para una campaña electoral que se antoja como una fase más de un proceso ya largo, ese extraño juego entre quienes pugnan por la modernización y quienes la resisten, convirtiéndose al final, unos y otros en beneficiarios de la lentitud del cambio social. Lo anterior debido a que las posiciones son intercambiables: a un rasgo modernizador corresponde un sesgo autoritario o una tentación exclusivista que sólo varia los beneficiarios de sus políticas o los gestores de ese cambio desde el poder.
Mariano Piña Olaya, Manuel Bartlett, Melquiades Morales, Mario Marín y ahora Rafael Moreno Valle, pese a sus tremendas diferencias de estilo y formación, han visto el poder ejecutivo como la posibilidad de alterar el balance de fuerzas al interior del estado. Sólo Melquiades Morales basaba su legitimidad en la pertenencia a los grupos locales y su capacidad de generar equilibrios. Bartlett y ahora Moreno Valle, por su parte, se vieron a sí mismos como grandes protagonistas del entorno nacional y, en esa medida y con distinta suerte,se plantearon modernizar el estado y generar una nueva clase política.
El juego entonces, recomienza y frente a las pautas ya conocidas del uso de las grandes instituciones del estado para cimentar prestigios y presencia mediática, el cambio social continúa, sin poderse aquilatar en toda su expresión. Sí, pronto vendrá Audi y se unirá a Volkswagen de México como el motor de la industria local. Pero la manera en que esta ampliación de la capacidad industrial del estado repercutirá en el equilibrio demográfico y ecológico de la entidad, en el uso del agua y la movilidad del ciudadano, apenas es intuida como algo mayúsculo, algo de tal magnitud que no alcanzamos a visualizarlo ni a prever sus costos. En tanto, la Mixteca y las sierras del Estado continúan fuera de la agenda, como si fueran las mismas de hace años, cuando tal cosa no es posible. La duda que me genera la actual coyuntura se refiere a la manera en que las identidades colectivas y ciudadanas se transforman más allá de las instituciones, en la práctica cotidiana, en los problemas del día a día. ¿Hay cambios de fondo en la manera en que la ciudadanía enfrenta lo político y social? ¿Pueden darse en dado caso?
Frente a posturas que ven la política como un juego de élites en su sentido más estrecho, expulsando al ciudadano de un proceso en el cual siempre está presente, creo que el revaluar la manera en que la gente común va haciendo suya una posición política, una exigencia crítica y, por ende, ciudadana, podría ser la vía para contrarrestar la transformación del espacio público en un espacio de competencia económica y mediática, ya que al final su resultado depende de la decisión del hombre común por votar en contra o a favor de algo, de concentrar el poder o diferenciar a sus detentadores.
Hace mucho que en Puebla no se habla de la importancia de pesos y contrapesos al poder. A lo más, se habla de los intereses contrapuestos de actores que, si por ellos fuera, prescindirían del ciudadano como referencia de su actuar. Frente a la lógica de la concentración del poder, quizá sea momento de retomar la idea del voto diferenciado y la dispersión de la representación electoral como una vía para, en los hechos, acotar cacicazgos y garantizar espacios de consulta y participación.
Recordemos que es precisamente la participación del hombre común la que evita la degradación de la esfera pública y de aquellos especialistas que la misma sociedad genero para gestionar sus instituciones.
La vía es pues, más participación.