Una noche otoñal en Puebla. A veces camino en la noche y me quedo viendo la calle vacía frente a la casa. Por alguna razón desconocida, el tono de las lámparas se ha vuelto más rojizo con los años. No sé si es mala memoria o imaginación, pero las recuerdo más claras en mi infancia. Al final lo único que no se pierde es el hábito de caminar, de detenerse a reflexionar en el silencio nocturno.
Me siento en el sofá frente a la ventana.Si es fin de semana, algún vecino tendrá música. Cada cierto tiempo llega gente al andador de al lado. Desde jóvenes que buscan unirse a la fiesta, hasta parejas silenciosas.
Normalmente son noches tranquilas. Quizá temerosas. A veces se escapa uno que otro recuerdo de la inseguridad. El horizonte siempre está asociado a promesas, promesas que pueden ser esperadas en vano. Simplemente no se sabe que traerá el volcán: ¿nubes, nieve, un penacho de ceniza? Al día siguiente el volcán sigue más o menos en el lugar dónde debió observarlo Humboldt y la vida vuelve a su conciencia extrañada de siempre.
De esas narraciones que no remiten a algo explicito, pero cómo sugieren estados de un hombre que se agarra con fuerza a la vida.
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