Estos han sido días de nubes y
lluvia. Cada tres días para un poco la precipitación, sale el sol y, antes de
que nos acostumbremos, vuelve a llover al día siguiente. En lo particular me agrada la manera en que
brillan las piedras del centro de la ciudad tras la lluvia, pero no soy
indiferente al hecho de que esa magnificencia de piedra, ladrillo, mosaico y estuco
suele colapsar durante esta temporada. Simplemente, lo que acostumbramos ver
como normal, se vuelve prescindible, cansa, aburre. Un día queda sólo un hueco,
una estructura vencida y añosa o un montículo de escombros y entonces añoramos
la belleza del primer día.
Hay algunas casonas adornadas de
mosaico que me parecen dignas de verse una y otra vez. Otras tienen trabajos en
mármol y tableros de cantera que indican una voluntad de diferenciarse del
entorno. Resulta paradójica la riqueza de estilos, en ocasiones su simplicidad
o, al contrario, su abigarramiento, comparada con la triste monotonía de la
ciudad extendida. El reino del concreto y la lámina. Un día imagino esta ciudad
extendida expandiéndose sobre las piedras y mosaicos de la primera ciudad de la
misma manera que el ruido del tráfico envolvió una ciudad diseñada para el
tránsito de caballos. Esos serán días tristes y monótonos, días de fijación en
viejas fotografías y grabados. Días de mucho ruido, también.