Nuevamente me pierdo en el ejercicio de teclear algo a media noche. Más que insomnio es la necesidad de comunicar algo. Algo que, más que inefable, todavía no puede decirse porque no está escrito.
Distintas cosas me han estado distrayendo los últimos meses. Eso que la mayoría llamaría vida. El trabajo, el estudio, el trato con el resto de la gente. No, no reniego ni rehuyó tal cosa. Pero yo llevo escribiendo desde la secundaria y leyendo desde los seis años. No aprendí en preescolar, simplemente me ponía a ver las fotografías de los libros sin realmente leer. La escritura fue más inocente. Empece en las páginas de enmedio de las libretas. Las de hasta atrás eran para teléfonos y dibujos. Me encanta dibujar, todavía me fascina tomar la manteleta de un restaurant y llenarla de visiones más o menos oníricas.
La fotografía y la pintura eran artes mayores que jamás domine, pero el coqueteo sigue.
Tarde años en aprender a escribir en un español más o menos académico. Creo poder hacerlo, pero aún me preocupa más la posibilidad de volcar mis obsesiones en el papel. Porque soy vieja escuela. Escribo preferentemente en papel y luego capturo. Excepto estos ejercicios.
Creo que no se ha perdido esa sospecha del racionalismo y la visión religiosa en contra del poder herético del que se aproxima sin sanción superior a ejecutar un texto. La sospecha es contra el texto.
No se escribe porque sirva para algo concreto sino porque se quiere. Si se vende, obtiene un premio o el texto informa algo es ganancia, pero la idea primordial era escribir. Y entonces uno resulta tan impredecible que moverse en el sistema - que es como el aire, te rodea, te envuelve y aunque te enojes te sustenta- se vuelve un poco difícil, un equilibrio entre cálculo y placer, entre ganar un premio y/o prestigio y la posibilidad de sólo desvelarte para escribir porque quieres que alguien te lea.
Al final te das cuenta, hagas lo que hagas, no debes renunciar al gusto que tuviste la primera vez que te desvelaste escribiendo. Alguien podría leerte.